Estoy en la azotea mirando una porción de ciudad. Allá cerros. Acá un cementerio de coches, otras muchas azoteas en los 360 grados, árboles, cables, patios. He subido a la azotea para hacer unas reparaciones. He terminado y con el cansancio me he quedado mirando desde la azotea, sin pensamientos. Veo ahora uno, dos, cinco, ocho gatos, en el patio de la casa que está detrás de mi casa. Todos andan jugueteando retozones. Los veo. Sé que alguno de esos gatos se comió mi gorrión cantador. Ya en alguna otra ocasión escribí sobre la muerte/desaparición del gorrión cantor que habitaba nuestro oídos por las mañanas. Lo escribí pero no lo subí al blog. Lo olvidé o lo releí y cuando pasa esto es casi seguro que no lo subo. Empiezo a chingarme que qué chafa lo escribí y que mejor luego lo vuelvo a escribir y el impulso por decir se pierde y si no se pierde, con mis críticas se diluye y entro en una zona de incertidumbre con lo que escribo y se jode la cosa y nada que subo. Entonces veo a la banda de gatos y recuerdo al gorrión en su canto ya sin jaula. Ahora aparece la dueña de los gatos con un palo largo, como uno de esos palos con gancho que usan en los huertos para descolgar la fruta. Aunque he dicho que estoy mirando desde la azotea y que estoy sin pensar es obvio que lo digo porque es una manera de escribir para que el lector “sienta” o imagine la escena que ocurrió hace rato y que ahora trato de recrear mientras escribo. Entonces ahora, mientras escribo, pienso. O no pienso, divago. Y divagar está bien. Una novela es una divagación intensa (pienso en Las olas, de Virginia Woolf. Ya, ahora, no divago, alucino). La señora con su gancho de fruta arrea a los gatos como si fueran cabras, dóciles borregos. No traigo la cámara de fotos así que no hay imagen para que vean a la señora con ese palo largo y los gatos como un rebaño. Hay más de ocho gatos, lo veo. Hay algunos más entre las yerbas y otros en las azoteas. No sé cuántos puedan ser. Hace unos meses hablé con la señora de los gatos y me dijo que tenía cinco gatas y supongo ahora que todas esas hembras han tenido sus respectivas camadas y por eso veo tanto gato. A cada uno le dice algo, le suelta su nombre. Como no hay imagen tienen que imaginar a la señora gorda, lenta, usando el largo palo para señalar, indicar a los gatos que caminen, que se bajen de la azotea. No sé si puedan imaginarla. Yo puedo. Lo sé porque ahora que estoy escribiendo sobre eso veo a la señora claramente. Es una señora fea que cada vez que tengo que saludarla (porque no me gusta saludarla) habla mucho, cuenta historias turbias, de asesinatos donde ella, o su mamá, o algún otro familiar fueron parte de dichas historias. Y no me gusta oírla. Pienso que está loca. Vive con un señor que alguna vez lo vi de arbitro. Ese señor, el esposo de la señora de los gatos, lo he visto en las calles recogiendo pedazos de cables que luego quema en el patio y hace un humo muy molesto. Supongo que junta el cable para venderlo por kilo. Pues ese señor, cuando he andado en la azotea, lo he visto varias veces (y no sólo yo) que sale a su jardín con playera pero sin calzones, descalzo. Supongo que dentro del amplio espectro de los lectores que por alguna azarosa razón pudieran entrar y leer esto habrá alguno que se diga: “De seguro este Sergio Luna tiene fotos de ese señor exhibicionista que sale a su jardín sin calzones. El asunto de los gatos era un simple pretexto para que saliera a la luz sus retorcidas costumbres de mirón”. Pero les he fallado si es que querían no sólo las fotos del rebaño de gatos y su pastora sino también la imagen del exhibicionista esposo. A veces es bueno, pienso y les digo, no andar con la cámara por todos lados. Por cierto, y a modo de moraleja y final de esta historia, nunca me he llevado bien con mis vecinos en todas las casas en las que he (sobre)vivido.
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