jueves, 17 de julio de 2008

Reflexiones mientras ceno

Hoy vi la televisión. Un programa sobre medios. Interesante. Aquí en Yerbabuena no tengo televisión pero pude verla un rato porque mi cuñado no la carga cuando se va a Celaya. Esa tele, su tele, recepciona pocos canales. Se ve muy borrosa. Así que vi eso que transmitieron por canal 22. Vi ese programa mientras me comía una grasienta, en verdad grasienta, sincronizada de chorizo. La compré en el establecimiento que está abierto hasta la una de la mañana y que queda cerca de donde estoy. Se llama, finamente, El tragadero. Antes era cliente asiduo. Ya  hasta me conocía el dueño. Llegué a sentir que de tan cliente que era de dicho lugar quizá hubiera pedido que me fiaran, pero nunca me atreví a meter la solicitud. Dejé de ir. El chavo que preparaba los alimentos se fue de mojado. Ese chavo era generoso a la hora de preparar los pedidos. Me caía bien y hasta a veces comía ahí en alguna de las mesas para ya no digamos platicar pero sí intercambiar algún comentario sobre cualquier cosa. Era como una especie de barman para mí. Pero se fue porque el dueño le pagaba una madre de sueldo y porque, así dijo el chavo de su patrón: es un mamón y un culero. Luego quedó atendiéndolo por un rato el mismísimo dueño pero comprobé lo que su exempleado me decía: era y sigue siendo un hígado. Tiene raíces árabes, me parece. Entonces tú ibas por una torta o una hamburguesa o lo que fuera y mientras se cocinaba el pedido el dueño te comenzaba a decir cómo se decía cada cosa en árabe. A mí me valía madre como se dice en árabe las cosas. Yo tenía hambre. Y el wey ese, dueño del tragadero, se quedaba con la cebolla en la mano porque se quedaba pensando en cómo se decía perro en árabe, o tapete. ¿a mí qué chingados me importaba si a duras penas puedo con el español y con mi hambre? Luego me decía, joven, me llevo de tarea esas palabras que ya no me acuerdo cómo se dicen. O agarraba su celular y le marcaba a su papá para preguntarle sus dudas idiomáticas. Y por fin le ponía la cebolla a la torta que había pedido.  Además sus tortas o lo que pidieras las preparaba con lo que yo podría llamar: minimalismo culinario. Es decir que te preguntaba si le ponía jitomate a la torta y tú le decías que sí, y en consecuencia ese wey le ponía media rebanada. ¿cebolla? Una hebra de cebolla. Si se le iba por la torpeza de sus dedos dos hebras de cebolla (aquí no cabe decir rebanada) rectificaba y regresaba una al recipiente donde seguramente había cortado media cebolla y que le duraba quizá una semana en acabársela. Era un tacaño. Entonces esas tortas, con tan pocos ingredientes, sabían como a puros recuerdos. Alimentación virtual, pues. Ahora ya no atiende el changarro el señor amante de sus raíces árabes sino una chava que pone música del Chapo de Sinaloa  a todo volumen y nunca tiene cambio. Se parece, sin afán de chingar, a la Chimoltrufia. Y al parecer siempre está ahí su hermana menor que obvio es casi idéntica. Entonces yo, otra vez, sin afán de chingar, a su hermana la reconozco como la Chimultrufita. Y la Chimultrufita está ahí como de mesera pero más le sirve a su hermana como la que va a buscar a ver quién le puede cambiar el billetote de 50 pesos con el que pago. Tenía ya mucho tiempo que no me comía algo de ahí. Y hoy esa sincronizada y ese programa de televisión me hicieron sentir y pensar que mi vida es dura. Que me gustaría tener una vida mejor, sin tantos problemas, con mejor comida y mejores programas de televisión. Y, para terminar esta grasienta reflexión, y parafraseando a algún personaje del Chavo: digo, si no es mucha molestia.

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