Y siempre, como si fuera la percepción del sueño cuando sentía que debía decir algo, algo que iba para alguien que se esfuma, que hace que se esfume lo que quería, sentía debía decir. Pero se ha ido, como tiene que haberse ido para decir que se esfuma.
Entonces la música del agua, la música detrás del vidrio y yo al fondo, entre dos o tres cosas extraordinarias (así me lo parecen) y el ave que deja su silueta en las cenizas del canto donde soñaba que era un hombre de madera, con su corazón de madera, por supuesto, y que se iba lejos, sintiendo en el camino cómo se perforaba de polilla la pulpa de sus latidos, su fortaleza.
Ahora estoy en mi silla, en una silla que está al borde de un sábado frío, de sábado que carece de tejido, de consistencia.
Ahora la frase que quiere encontrar lo que era para poder ser. No sé si me hago entender. No sé si estoy despierto o sueño que hablo. Quizá son puros ronquidos sumados a la dispersión, al descuido, y oigo como que pronuncio palabras, pero es como decir la música del agua, que nomás es puro rumor, no mames, cuál pinche música, o rumor puro, que no es música, no empecemos con poesía. Chingo a mi madre si quiero poesía. Quiero otra cosa y no epígrafes, no citas. Quiero hablar bien de lo que siento, de lo que pienso y siento, y no quiero escribirlo bien nomás porque así debe ser la coraza, la imagen que suelta el que las suelta. Yo nomás estoy encerrado en una oficina a una velocidad que no alcanzo a los peces en la corriente quieta. Ando en madriza, inmóvil, mirando cómo paso de uno a otro estado, como el fuego que se mueve desde la raíz de la fogata y nos abisma, nos hace caer en nuestro propio estado de pendejez o mente lúcida y el fuego brinca y se unta en las ramas secas y corre expandiéndose hacia sí mismo y queda la aridez luego, la calcinación de mi nombre, el rastro que deja lo que merece siempre el intento de decir y uno fracasa.
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