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No
voy a decirte que me mandes las cartas que deberías mandarme. No lo voy a
decir. O más bien no te voy a pedir que las mandes porque algo hay en esas
cartas que te lo impiden. Son los demonios de la lengua, creo yo. Quiero pensar
que esos demonios al aparecer delante de nosotros nos activan una necesidad de
protegernos y creo que vas a estar de acuerdo que el instinto que nos
despiertan esos demonios son instintos buenos, benéficos. Hay algo que te
impide decir lo que has dicho en esas cartas. Es decir que no sé qué me dices aunque
exista en esa carta lo que en un momento de debilidad dijiste. ¿Por qué un
momento de debilidad? Porque entraron los demonios entre las palabras. Me pasa
mucho a mí eso. Los demonios pueden ser muy tontos (en mi caso). Y entonces
cuando releo lo que escribí pues todo está lleno de tonterías, todo está
colmado de ideas borrosas, desatinadas. Y entonces digo esto no lo voy a
mandar, publicar, leer. Y va a la basura o se queda por ahí guardado entre el
mar de palabras (pero no es un mar es más un estanque donde mis palabras se
pudren junto con muchas otras cosas como fotografías, videos, dibujos
escaneados, etc) de la computadora.
Sabes,
recordé algo. Una vez me pagaron por ir a escuelas y leer cosas de mi autoría.
Era uno de esos tontos programas para fomentar la lectura y contrataban a
poetas y narradores guanajuatenses. Entonces una vez me mandaron a una escuela
ante un grupo de 3º o 4º de primaria. A mí no me ha gustado leer ante el
público pero me pagaban bien y yo por ese dinero que me pagaban hacía un chiste
que le decía a quien se me pusiera enfrente: por ese dinero no sólo les leo lo
que quieran, incluso les lavo hasta los baños. ¿Has visto los sanitarios de las
escuelas públicas, su limpieza? Imagínate si no me pagaban bien.
Pues
esa mañana llegué y el maestro intentó calmar a las fieras (el salón de clases,
retacado de niños alterados por tanta cocacola y todo eso que comen que los
hace hiperactivos); dijo que se iban a
quedar callados y muy atentos porque tenemos la visita del joven poeta
Sergio Luna y viene a leerles su obras. Ajá, me dije, soy un joven poeta y eso,
vengo a leerles mis poemas. Los niños seguían en esa masa de mesabancos y
libros y suéteres que vuelan y papeles y cosas, como si frente a mí se
retorciera un remolino de rostros y libros deshojados y tortas y zapatos
raspados y miradas que giraban y de pronto me paré frente a ellos y les dije mi
nombre y les pregunté si les gustaba leer y dijeron que no. Yo en esos momentos
pensaba en lo difícil que era hablar o leerles a una bola de mojones y ahí de
pronto entendí que no puedes atrapar un remolino con las manos, menos con las
palabras salidas de mi boca. Se me ocurrió preguntarle al remolino: ¿alguien de
ustedes se ha enamorado?
El
remolino por alguna razón comenzó a girar a menor velocidad, los suéteres aterrizaban
dulcemente en los mesabancos, las miradas empezaron a dejar de girar. Vi unas
sonrisas. Vi miradas atentas. Uno de los niños dijo: sí. Otra dijo sí. Muchos
dijeron sí. El remolino se quedó inmóvil, como en una fotografía que no he
visto. El maestro estaba mirándome de manera atenta también cuando momentos
antes era un hilacho de neurosis.
Todos
esperaban algo de mí en ese momento. Solté la pregunta: ¿y qué haces ustedes cuando
están enamorados? ¿se besan, se abrazan? ¿cómo le hacen saber a la niña o niño
que les gusta que sienten algo por ella o él? ¿les escriben una carta, les
mandan una tarjeta donde dices lo que sientes?
Atención
absoluta. Dije: yo como muchos de ustedes
también me he enamorado y como soy torpe o tímido uso las palabras para
escribir algunas de las cosas que siento y que trato de decir.
Luego
les leí unos de mis poemas que según considero son de amor. Les gustaron.
Terminé la sesión de lectura. El maestro pidió un aplauso para el señor poeta.
El maestro se dirigió al grupo y dijo ahora quiero que le pregunten algo.
Un
niño levantó la mano y me preguntó: Cuando escribes un poema y te sale mal
¿quién te regaña?
Me
reí y le respondí que nadie.
Hubo
más preguntas. La sesión terminó. Me aplaudieron. El maestro me preguntó qué
donde podía conseguir mi libro. Se lo regalé. Cerré la puerta. Escuché el rumor
del viento como iba poco a poco en aumento. Miré a través de las ventanas como
comenzaba todo a girar, libros deshojados, gises, el borrador en el aire.
Olvidé que yo era poeta esa mañana, olvidé que me pagaban por eso. Me sentí por
un momento un domador de remolinos. Eso es. Eso me gustaría ser siempre, me
dije. Me sonreí. Fue una mañana buena. Y no volví a leer a grupos escolares.
2
La
historia del remolino escolar te la conté porque uno escribe porque no hay
nadie quien te regañe si no te sale bien lo que escribiste. Pero uno tiene
miedo de los demonios y, bueno, todo lo demás que tiene que ver más con el miedo
que con los demonios. Y de ahí que entiendo que no me mandes tus cartas y que
está bien, muy bien que no las mandes aunque ya las hayas escrito.
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