Domingo. Seis veintinueve de la mañana. He dormido apenas cerca de 4 horas y tengo que ir a trabajar. Caminar por calles mojadas de lluvia, desiertas. Tuve que correr a Poncho, el perro más desobendiente del mundo, a pedradas, para que no me siguiera hasta la parada del autobus. Voy pensando en que quizá el autobús no pase hoy por ser domingo. Cerca de la tienda del issste hay un señor montando una lona para acomodar su mercancia en el puesto de verduras ambulante que se pone todos los domingos, especie de minitianguis. Le saludo, yo que soy de lo más maleducado que existe. Y quizá le saludo porque me siento parte, junto con el señor que iza el toldo, de este barco que amanece. En la parada una señora, un chavo futbolista. El estacionamiento de costco también desierto. Pasan esporádicamente ciclistas rumbo a la salida de la ciudad. Uno va tomando agua, otro lleva un plátano en una bolsa. Se van preparando para su entrenamiento. Antes yo iba también a hacer ciclismo pero ahora sólo trato de detectar mi pulso a estas horas de la mañana. No estoy contento. Casi no pasan coches. El sonido de las bicicletas parece un poco como un zumbido de abejas. Pasa otro ciclista. Lo sigo con la mirada hasta que no es más que una hormiguita en el horizonte. Por donde el ciclista se fue el día es más claro que por donde vino. Y no es el este, el punto cardinal por donde sale el sol (hasta donde yo sé). Por donde el ciclista se fue es el norte y es más claro, hasta ahora, que el sur, de donde vengo. Veo la hora. La avenida sigue dormida en ambos sentidos, y sueña poca cosa en cuanto a coches. Sueña que amanece. Sueña en los estacionamientos vacíos y en los letreros gigantes que escurren agua y mugre. Me recargo en un poste y me siento personaje jodido de aquella película que se llama Vaquero de medianoche. Una de mis películas favoritas porque todo ahí es fracasar. Aunque la película no fracasó. Ganó el oscar. Fantaseo. Casi hasta pienso que en la mochila traigo una armónica y que me voy a poner a tocar la rola que John Barry compuso para la cinta. Ahí viene el autobús. Dos personas adormiladas dentro. Voy a Guanajuato. El chofer es el mismo que llevó a los personajes de Vaquero de Medianoche de Nueva York a Miami, a que muriera uno de ellos. En J. R. suben tres personas más. Uno de ellos, con bultos, sombrero, rostro de campo, curtido, viejo pero fuerte el señor. Me saluda, me dice que viene de hacer unos arreglos para ver si le regresan una firma que “dio” a unas gentes que el señor nombra como “bandidos”. Yo no he dicho nada. Sólo oigo. No tengo ánimos de platicar sino de seguir en mi película de fracaso. El señor sigue hablando de papeleos y citas pospuestas. Lo oigo con atención pero no me emociona, no me conmueve. Luego me dice “¿para donde vas, niña?”. Un poco me desconcierta porque por más femenino que he intentado ser no he logrado que la barba deje de salirme. Le respondo a dónde voy con mi natural voz de machín. El señor se da cuenta de su error y se disculpa. Dice que casi ya no ve, que tiene cataratas y que no lo han querido operar en el Seguro. Un señor, pienso, inundado de problemas, quizá ahogado. Me bendice, se sienta y de uno de sus bultos saca montones de servilletas, de jergas que comienza a deshilar. Veo sus dedos entorpecidos, buscando las hebras a puro tacto. El autobus ya enfila hacia la sierra. El señor en un ratito ya lleva en la mano que deshila, una trenza que ha ido sacando de las jergas. Si yo fuera estudioso del mundo griego diría que algo de Penélope tiene ese señor. Espera (que su firma regrese, su salud) y deshila (para quizá volver a hilar, como el personaje) y por la ceguera, algo de Tiresias tiene, ese otro personaje tan sufrido y sabio (¿hay sabiduría sin sufrimiento.?) del mundo griego. Pero sé que todo esto son disparates de alguien que viaja (como Odiseo, ¿quién no quiere ser el héroe?) hacia otra ciudad en domingo y casi sin dormir por temor a que se le pasara el autobús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario