Las cosas no me salen. (Pero de pronto estoy sentado (noche fría) en el asiento del chofer en una calle desierta. A mis espaldas pasan los sonidos de los coches, las motos, las bicicletas (el sonido delgado y metálico de la cadena pasando por la mazorca y la estrella). Me pongo, luego de mucho tiempo, a leer, ahí, con la luz débil de un arbotante. Y la lectura se disfruta en este como escondite de ciudad donde nada se mueve ni se oye. Apenas el rumor de los coches en la calle transitada a mis espaldas. Entonces ahí me oigo. Me oigo como hace muchos días que no lo hacía. Un oír sin palabras. Como el oír del caracol en la oreja. Y yo soy el caracol que descansa en esa oreja que también ha de ser mía, o fue mía, o pudo ser mía. O no un caracol (no mames, aquí no hay mar) sino una lata, un vaso desechable que también porta su vacío, su resonancia en el oír. El caso es que la sensación más cercana, la certeza que tengo fue que me oía. Las palabras de la lectura hicieron un boquete de silencio absoluto en mi cuerpo. Y ese silencio, esa materia con la que se hizo ese silencio, me cura, me aligera de las cosas que digo que no me salen.)
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