8 y media de la mañana. El trayecto con Elvis Presley, Frank Sinatra, y pedazos de José José, que al chofer supongo no le convenció. Voces de conversaciones en los asientos delanteros. Ahí cerca un conocido al que no saludé. La tibieza del autobús y la comodidad de la lectura en el asiento de todos los días y una pestañita de veinte minutos y en la llegada, bajan dos muchachas todos los días, bonitos cuerpos, y siento como si el calor del sol me saludara cuando las veo en la pasarela del autobús y es algo como toda belleza, perdurable y fugaz. Hasta mañana, pienso que les digo cuando pasan y las dejo de admirar, de disfrutar. Y llego a la terminal y salgo al frío de este San Miguel en diciembre, y espero el microbús porque hoy no hay ganas de caminar hasta el trabajo. Subo y alcanzo lugar y otra vez la tibieza, el calor humano de los que van a sus quehaceres. Sube un señor con su bajosexto averiado, y el chofer apaga su música de Bronco, y sale a mis espaldas el rasgueo en ritmo ranchero y canta con una voz rasposa la canción que me dijo el cantante después, cuando le pregunté al bajarme, se llamaba “Flor del campo”. Cantó otra, pero me gustó más la primera. Le coopero con una moneda. Me resuena la canción en mi camino, atravieso no sólo calles y un parque sino tiempos distintos al que sigo, en el que estoy; llego al trabajo, pienso en las palabras dejadas en la canción, me prometo aprenderla, cuando la encuentre en mi guitarra con algo de todo esto que no digo y que ya he encontrado.