jueves, 14 de febrero de 2013



Adentro un árbol. La luz entre las bancas de madera es tenue, venida como de un túnel que es la puerta que no recuerdo haber cruzado sino que más bien me descubro caminando hacia ese árbol al centro de este lugar que es como un templo. ¿Has visto llover dentro de un templo? Pues lloviznaba adentro y los que estaban hincados rezando y la gente sentada en las bancas ni se inmutaba que estuviera lloviznando bajo techo. Entonces pensé que por eso el árbol, el hermoso árbol, tan extraño verlo ahí, como si fuera un sueño, había crecido. Yo estaba asombrado con el lugar pero ahí no paraba la cosa. La llovizna había empezado a anegar el lugar y yo andaba en huaraches y en el silencio, en el silencio hondo sólo se escuchaban mis pasos en el agua y el caer de las gotas de la llovizna. Nadie parecía extrañado. Los que estaban hincados en el agua seguían con sus oraciones. Ya muy cerca del árbol, en el pasillo por el que iba yo bajando me encontré con un amigo, un amigo que de alguna forma fue también mi padre, y cuando nos vimos mi amigo sonrío de gusto por habernos encontrado en ese lugar; ¿era en México?
Platicábamos en susurros y con la mirada le preguntaba qué onda con el agua anegando el templo y llegando ya hasta los tobillos. Volvió a sonreír pero más con la mirada que con los labios y se puso a platicarme de la música que recientemente había descubierto. Luego me dijo: el árbol milagroso no necesita la luz y la llovizna, ésta que están rezando (y estiró las manos) no necesita del cielo. Luego me desperté.

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