
Por razones que no vienen a cuento, de vez en cuando tengo que viajar a una zona de la Sierra de Santa Rosa en Guanajuato. El lugar como todo mundo sabe es mencionado en una canción del compositor y cantante José Alfredo Jiménez. “Caminos de Guanajuato” es el tema al que me refiero y dice:
“Camino de Santa Rosa
la Sierra de Guanajuato
ahí nomás tras lomita
se ve Dolores Hidalgo
yo ahí me quedo paisano
ahí es mi pueblo adorado.”
Dicho poblado asentado a casi 3000 metros sobre el nivel del mar entre paisajes boscosos y lluvias, cuando tocan, torrenciales y frío, en invierno, endemoniado, es paso obligado para turistas. Yo he visto cientos de autobuses que toman como ruta turística el poblado. En Santa Rosa hay aparte de una cantina, un templo, una capilla, venta de leña y carbón, casas y cabañas a la orilla de la carretera, una fábrica de cerámica fregona (y cara), un pequeño hotel con actividades de senderismo, paseo en cuatrimoto, y alguna otra actividad que el visitante puede realizar para estar en contacto con la hermosa naturaleza del lugar.
Cuando voy por lo regular pasamos a comer a una fonda de precios accesibles. Hay otros lugares para comer. Por ejemplo, nada más atravesando la calle donde esta la fonda a la que vamos está el famoso restaurant de la Sierra. He comido algunas veces en este sitio pero por lo general prefiero por sazón y precio la pequeña fonda donde siempre nos atienden con muchísima gentileza a pesar de que no dejemos mucha propina o casi nada. Esta vez que fuimos mi compañero de 140 kilos se devoró unos chilaquiles, dos huevos estrellados, un café, frijoles refritos, totopos, y un tazón entero de esa salsita roja que no pica mucho pero que está, para mi paladar cobarde, en su punto. En el restaurant de la sierra, los precios son más pesados y, ya me di cuenta, el encargado o dueño del restaurant es también el dueño o, por lo menos es el esposo, de la señora de la fonda de nuestros antojos. Suena a monopolio. En ambos lados las enchiladas saben igual pero están a diferente precio. Varias veces mientras he estado comiendo en la fonda he visto cuando el encargado cruza la calle y pide unas enchiladas y otros platillos que luego se lleva a las mesas de los comensales adinerados. Desde el restaurant, que luce unos ventanales enormes, se puede admirar el bosque de coníferas de las montañas de la sierra Gorda y además, y como en la canción, “ahí nomás tras lomita se ve Dolores Hidalgo”. En Dolores Hidalgo, en el panteón, está José Alfredo enterrado bajo un sarape y sombrero gigantes, hechos con varias toneladas de cemento y talavera de colores. En cada franja del sarape está grabado el nombre de cada canción que el pelirrojo autor de Los Cuatros caminos (porque josé alfredo era pelirrojo) compuso. El sarape y el sombrero son del tamaño del amor que le tiene y le tuvo el pueblo a José Alfredo. A mí me laten sus rolas, y a cada rato paso por su tierra y saludo a su estatua (le hicieron estatua como al Papa, como a la pachecota Santa Fe, en Guanajuato capital, ella con su espada afilada y sus ojos vendados lista para cortar cabezas, esa señora loca o, me imagino, en Navidad, romper piñatas) que a su vez saluda a sus admiradores que pasan, pasamos, raudos por la carretera. Dudo que José Alfredo se haya detenido a comer enchiladas en el restaurante de la sierra o en la fonda a la que nosotros los pobres pasamos a comer. En el restaurante hay cantina y venden discos, casets, playeras, tazas, y otros recuerdos con el asunto de José Alfredo. Cada vez que entra o sale alguien se escucha desde el interior “Caminos de Guanajuato” tocando a todo volumen una y otra vez, una y otra vez. Me imagino a José Alfredo Jiménez entrando bien pedote y quebrando tazas impresas con su nombre y su cara, pateando discos, pisoteando gabanes y calendarios supuestamente autografiados y balaceando la vitriola como los meros machos, ya harto, ya hasta la madre, indigestado en el restaurant de la Sierra, por la misma pinche canción de todos los días y a todas horas.
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