Siempre vienen los pájaros. En el día, en la mañana que disfruto en casa, mientras estoy leyendo las noticias o revisando el correo. Hoy para desayunar, jugo de naranja y mandarina. La calle quieta. Niños y adultos en escuelas y trabajos. Y yo en mi día de asueto entre semana, engañando a la soledad, pensando en lo que debo hacer para aprovechar el día. Entonces los pájaros. Llegan. Se ven a través de los cristales de la puerta. Entonces me detengo. Si fuera un río, me detengo. Si fuera un disparo me detengo. Si fuera mi perro allá afuera mordisqueando macetas y herramientas tiradas en el jardín, me detengo. Veo cómo van llegando los pájaros. De uno en uno o a veces de tres en cuatro. Picotean piedritas, alguna migaja, beben del agua de la cubeta, dan brinquitos, se detienen en el rosal. Por un momento me quedo ahí, nada más mirando -siempre mirando-, dentro del silencio de los pájaros que llegan a mi descanso.
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