Anoche, luego de un día en el trabajo, un trabajo informal que mi esposa y yo atendemos (algún día contaré al respecto), fuimos, mi esposa fue la de la iniciativa, y yo la fuerza para abandonarme a su decisión a pesar de mi cansancio, a un evento de danza. Y fue para bien. No me arrepiento de nada. Fue en la explanada del parque Xochipilli. El lago artificial bonito. La uña de la luna sobre el escenario. Las hermosas piernas de las tres bailarinas colombianas. Su hermoso acento -cuando hablaron-. Su baile sabroso y divertido. Todo esto nos saco del tiempo sabatino que apesta a –están enfrente del parque- KFC, macdonalds o –en todas partes- futbol televisivo o televisiado, en está ciudad con tan poca gracia. Los bailarines o danzantes (una fusión de bailes flocloricos y danza moderna) lanzaron algunos sombreros y yo - casi cayó en mi mano- le gané uno a una señora que resultó ser la mamá del rector de la universidad que organizaba el evento. Pero soy canalla, así que me lo dejé. En la casa anduve haciendo pasos de baile colombiano, con mi sombrero puesto. Mi esposa, que es sumamente crítica en lo que respecta a mis payasadas, me dijo: estás bien tieso para bailar. Me metí a bañar al ritmo de la “pollera colorá” un poco desanimado de mi futuro como bailarín. No llevábamos cámara, porque cuando vamos a trabajar no nos la llevamos. Así que fotos no tomamos. Esas hermosas piernas tan bien torneadas, esas cinturas y esas sonrisas mezcladas ahora en mi recuerdo seguiran bailando en mi cabeza por un rato. Ahora, domingo. Escribo. Mucho calor que mitigo con agua de sandía, el ventilador frente a mi cuerpo que suda. Pongo uno de los tres discos que recién consigo en internet de sabroso vallenato. Cierro los ojos. Pasito de gavilán. Voy por mi sombrero.
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