Anoche, casi poco más de medianoche no podía dormir. Había estado leyendo una de las tantas novelas que como a un personaje de Rayuela, un libro más es un libro menos. Pero estaba disfrutando la novela y como no podía dormir y recién me había bañado seguí leyendo hasta que me obligué a apagar la luz. La noche fresca, como mi despreocupación para hoy lunes en que debía levantarme temprano. Antes de apagar la luz escribí un poco y tenía más ganas de escribir pero sabía que si me ponía a esa hora no iba a sentir deseos de dormir y seguramente hoy estaría medio zombie en, no aquí en el trabajo que casi siempre ando en ese estado, sino durante el día entero. Pero sí escribí algo sobre mis vecinos. Mis vecinos son una familia de hojalateros. Tienen decenas de coches invadiendo la calle, que es privada, que es un callejón sin salida. Entran coches chocados arrastrados en grúas de día y de noche y salen sin golpes y reluciendo pintura nueva y los dueños de esos coches sonríen y pasan manejando con cuidado para que no se manche de lodo la carrocería o porque ya no quieren volver a chocar y regresar a esa calle atestada de coches y donde es difícil, para los novatos, maniobrar de reversa. Hojalatería y pintura. Un oficio como casi todos los oficios, hermoso. Tienen música todos los días incluyendo los domingos y casi a todas horas se oyen golpes metálicos, martillazos contra las láminas retorcidas. Mi esposa odia todo ese ruido y toda esa música y todos esos coches pero a mí no me molesta. Respeto ese trabajo quizá porque mi padre trabajó mucho tiempo de hojalatero y yo le ayudaba. O porque donde vivíamos antes pasaban desde la cinco de la mañana más de cinco rutas de colectivos con su música estridente y claxonazos y motores ruidosos. Desde las cinco de la mañana a las casi diez de la noche. Así que el ruido de mis vecinos es nada ante la pesadilla viviente de los colectivos. Incluso días en que me pongo a escuchar con atención el golpeteo de los hojalateros encuentro un ritmo, encuentro una áspera música urbana. He tenido el alucine de grabar esos sonidos porque bien podrían sonar de pronto a Les Tambours du Bronx, ese grupo francés de entre 14 y 20 integrantes madreando con palos de medio metro de largo tambos vacíos de 200 litros y que suena poderoso y energizante al grado que me dan ganas de golpear aunque sea las cazuelas o los botes chileros que de niño usaba para hacer mi batería y que mi madre ocupaba para hacer macetas. Mis vecinos hacen música y arreglan la piel de los coches. Y quizá por eso ya van dos fines de semana que celebran con cervezas, pomos, música, invitados y baile. Ayer bailaba uno de ellos con su esposa, en la calle giraban, eran buenos bailando agarrados. La calle empedrada estaba llena de charcos por las lluvias recientes y los bailarines daban giros y maniobras en una pequeña islita entre los charcos lodosos. Hubiera tomado una foto de esa pareja pero el hubiera no existe. Ya de noche, más de medianoche, la música sonaba pero a bajo volumen y platicaban dos de ellos, hermanos hojalateros (son como cinco más su papá). Uno de ellos decía que de niño vendía periódico y chicles y el otro le decía que cada uno se forjaba su destino. Estaban borrachos y se aconsejaban y se reclamaban y se abrazaban. Sus frases las arrastraban, la enrrollaban, las tropezaban por el alcohol. Hablaban muy alto como si cada uno estuviera muy lejos, como si cada quien estuviera en la cima de una montaña y desde ahí querían ser escuchados. Pero no estaban lejos sino hombro con hombro, como dicen por ahí. Uno de ellos dijo que odiaba a su padre. El otro le dijo ten huevos. Siguieron así mucho tiempo, más allá de mi sueño, hablando a muy alto volumen, lejos uno de otro, o a la vez tan cerca, casi como está nuestra vida, de lejana o cercana, con la vida de los demás.
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