Tardes enteras que miro por la ventana. Una ventana que abre a la luz del cielo con pájaros, de casas en el cerro de Yerbabuena, de restos de manzana que vuelan -puerco de mí, pero no, allá afuera por las tardes o en la mañana merodean los caballos y entonces la deliciosa manzana mordida como una colación a su pastura- hacia el baldío. Tardes entre la música de varios que me acompañan y otras veces de guitarra que se decía casi leña y ahora saca chispas en mi raspada voz , en mi voz de piedra sin lluvia, sin brillo casi todo el día pero que aquí, en el agua de este cuarto se entibia, se ablanda. El piso está con los libros que se despedían hace unas semanas, está con el petate donde duermo estas tardes de ventana abierta por el calor, por el descanso que siembra la caminata o el trote en las laderas cercanas.
Tardes que son el reloj abandonado y la limpieza de algo que se percibe como un animal que se lame los restos de la trampa. Danzan los pensamientos en el espacio silencioso de la madrugada, solitario, extrañando a veces el habla cantarina de mi amor, el festejo de los peces en el domingo que abrazo una cintura, unos labios quietecitos, la sonrisa de sentir el crecimiento de los jitomates y el árbol de las guayabas.
Y aunque sea brevemente hay que decirlo antes de que pase la sensación de decir lo que se diluye: todo camina en mi suelo.
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