lunes, 6 de julio de 2009

En el mueble de la televisión hay dos botellas de agua, dos estropajos redondos como tortillas, un jabón, dos toallas. Habitación 14. La televisión no sintoniza ningún canal. A la hora que llegamos el poblado estaba desierto. No era noche, apenas las 9 pero lloviznaba. En el cuarto de mi compañero de trabajo se ve el 5 y hay un programa sobre Michael Jackson. Me voy a mi cuarto y me meto a bañar con agua caliente. Las toallas huelen a aromatizante de ropa. También las cobijas y la demás ropa de cama. La ventana da una calle empedrada y más allá la noche escondiendo un cerro. Me acuesto y leo por un rato. Decido mejor ver una película en la computadora pero no llevo más de 20 minutos y el sueño me gana. Paso la noche durmiendo como regularmente lo hago, es decir, de manera irregular. Hay un silencio profundo en la atmósfera, cosa que también me desconcierta. Ni un grillo suena. Sueño que tengo un remolque, un camper donde viajo a cualquier parte y cocino lo que se me antoja. Me despiertan las campanadas del templo principal, un templo construido con cantera negra que me hizo pensar cuando lo vi, al llegar aquí, en una construcción tosca, fuerte, indestructible. Las campanadas suenan en este silencio nocturno, poderosas y con una sonoridad límpida y hermosa. Recuerdo, quién sabe porqué chingados, una novela del japonés Kawabata, donde el protagonista viaja a una ciudad a escuchar las campanadas de fin de año/ de inicio de año. Me despierto para escuchar en la oscuridad el sonido de la campana enorme del poblado. Me vuelvo a dormir. Varias veces durante la noche sonaron las campanas. Ya con la luz del día me despertó un impresionante barullo, un verdadero caos de cantos de pájaros, un hervidero de sonidos que se entretejían. Me asomé por la ventana (la abrí, entró el aire frío con sus rasguños de la lluvia) y en algunos alambres, sobre mi cabeza, golondrinas recibiendo la luz del sol. O eso quise pensar. Quizá sólo estaban entumidas. El barullo de pájaros estaba en todas partes pero no vi ningún pájaro cantar en ninguna parte. Me volví a acostar, intentar dormir otro rato. Eran poco menos de las siete. Recobré el calor de mis pies descalzos y ese calorcito se me subió hasta los ojos y volví al sueño. Más tarde sonó como una ametralladora disparando ráfagas y tiros espaciados. Desperté pensando si había sido parte del sueño o era algún episodio ya clásico en territorio guanajuatense. Los pájaros por su parte seguían con su asunto. Un caos de pájaros. En la duermevela pensé en lo que había leído ayer sobre la novela de Pedro Páramo. El ensayista, el cual no recuerdo su nombre, decía que Juan Rulfo había logrado con su novela recrear, estas no eran las palabras, el caos de voces en un espacio sin tiempo. Que Joyce había puesto con su Ulises la forma para hacerlo pero que no le había resultado, se había perdido en ese caos, en ese desorden que quiso expresar. Rulfo lo logró. Pensé en eso en la duermevela y me dije Rulfo bien pudiera haber escrito Pedro Páramo basándose en una parvada de pájaros cantando en la mañana, ese barullo, esa nube de voces, ese desorden armonizado. Bien pudieran ser los personajes de Pedro Páramo un monton de pájaros negros amaneciendo en ningún tiempo, cantando con sus voces fúnebres. A veces pienso cuando se me vienen a la cabeza estas cosas cercano a la inconciencia que estoy cerca de algo parecido a algún trastorno mental. La ametralladora arremetió de nuevo en todo el hotel pero ya más despierto mi paranoia se desinfló: era un traqueteo, como martillazos de metal con metal, luego un chicotazo metálico. La regadera, dije, la presión del agua en una tubería de alguien que quiere bañarse temprano pero que ya despertó a todos los huéspedes. Al rato yo también me bañé bajo el agua de la regadera y su música de cañerías.

Teníamos que irnos antes de las 8. Mi compañero bajó sus cosas a la camioneta. Yo me pusé a husmear por el hotel vacío. En el pasillo donde estaban nuestros cuartos había una puerta al fondo. La abrí (no tenía seguro) y daba al vacío; abajo un patio donde paseaban gallinas y gallos de plumajes coloridos. Subí los tres pisos del hotel, las ventanas de los cuartos y de todo el edificio estaban empañados por la diferencia de temperatura adentro y afuera. Dibujé en un cristal una cara con nariz puntiaguada y sonrisa leve. En la azotea había agua encharcada, un espejo de agua, antenas de tele, tinacos, un cuarto. Me asomé por la ventana a ese cuarto de azotea. Pensé que habría escobas y muebles viejos. Adentro había un bolier gigantesco sujetado a la pared. En el piso, detenidos, estaban dos coyotes, dos zorros, varios conejos, trigrillos, patos, águilas; disecados en diferentes posturas. Tuve una sensación extraña. Pensé que alguno de esos animales en algún momento giraría la cabeza. Mi compañero me llamó que estaba listo para irnos. Me preguntó que había allá arriba. Le iba a decir que como una Arca de Noé de animales disecados, pero no le contesté, le pregunté otra cosa, realicé la clásica maniobra de hacerme pendejo, tomé las llaves de la camioneta y me puse a manejar.

2 comentarios:

Miriam García Aguirre dijo...

No me puedo dormir y ando por aquí y por allá leyendo blogs. Valió la pena. Qué gusto.

Saludos desde Tijuana.

sergio luna dijo...

Por la manera en que me escribes tu mensaje nada más puedo decirte que me dio gusto saber que por lo menos este blog te ayudó a conciliar el sueño. Saludos hasta Tijuana desde las empantanadas regiones de Gto.

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