sábado, 13 de febrero de 2010

Vengo de un viaje. Y digo vengo de un viaje y siento la pesadez de la metáfora, la vieja finta de la palabra “viaje”. No hay (aunque es inevitable que lo hay) casa de espejos dentro de esa casa de la palabra viaje. Es decir que he recorrido un camino, me he trasladado de un punto geográfico a otro y en ese tiempo vi diferentes matices de la luz en la carretera, vi árboles, animales, oí voces, sonidos varios como el del motor de la camioneta, o el viento colándose entre los muchos resquicios de la carrocería. A lo que voy es que no importa mucho todo esto. A lo que voy y no es nada fuera del mundo es que he escuché canciones, algunas mejor que otras. Escuché palabras, pensamientos, sentí cómo me atravesaban las presencias de los árboles, de los paisajes. Como aquella madrugada (y esto me atravesó como un túnel de luz, como los faros de un coche en sentido contrario) que viajé desde Durango hacia Mazatlán, hace años, cuando me creía poeta, y entonces pasó que el autobus recorrió horas en carretera y yo quería conocer, como todos los poetas chaqueteros, el mar, pero ese mar de Mazatlán en ese entonces. Durante el trayecto me fue casi imposible dormir, mucho calor, mucha ansiedad, y quizá mucho cansancio y mi tan bien afianzada incertidumbre de no saber a qué chingados iba a Mazatlán. La carretera se llenó de neblina y los coches y demás tráfico iban a vuelta de rueda. Entonces, y aquí lo interesante de la historia, Pink Floyd y su The dark side of the moon en mis audífonos, con sus latidos, con sus trancos de corredor, con su helicóptero, con la hermosa voz de mujer hiriendo el cielo, los abismos de la noche en las vertiginosas barrancas del Espinazo del Diablo. Mi cuerpo entero escuchando, el tic tac de un reloj mezclado con máquinas registradoras, con carcajadas, con retazos de voces maldiciendo, con el alarido que explota en un vuelo sobre todo lo que me pesaba en ese entonces. The dark side of the moon. Un viaje. Una novela sonora atravesando mi corazón hecho ruinas por esa peligrosa carretera, por esa pesadilla de camino donde los trailers se desbarrancaban, donde los autobuses adivinaban los rebases en las curvas. La alucinación más completa que he tenido jamás. Como diez horas, o algo así. Y hoy, en este viaje corto, que acabo de hacer, un resplandor de aquella vez, un trazo de algún faro hiriendo (¿cómo decirlo de otra forma?) mi coraza de hombre corriente. Ahora, dos de la mañana. En los oídos de mi casa, a oscuras, de nuevo, recostado, los latidos, el fragor, el destino que me suelta a la profunda, a la potente visión de aquella vez, hasta no recordar nada, hasta apenas decir “vengo de un viaje” y abrir la puerta de cristal y la llovizna, y el calor sofocante, y la neblina escondiendo el mar de Mazatlán, y yo caminando, siendo comido por la neblina, guiado por el sonido del oleaje, y llegar hasta el océano, sintiéndome como una borradura, como un hombre evaporado o en jirones, y tocar el agua tibia de esa hora del amanecer que parecía el lugar de un sueño. Y al tacto del agua, no otra cosa más (ni menos) que sentir mi propio tacto.

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