Cubierto de aserrín, de cenizas cubierto, de música, de una música que parece parte de la luz en la ventana, que parece parte de la madera que con respeto, como los antiguos, corto para construir el lugar de las vestimentas, del cobijo. Cubierto del aroma de la madera que me recuerda siempre la niñez, el lugar donde nací y de ahí, no hace mucho sentir la explicación (para decírmela a mí mismo) de mi labor en la carpintería: porque quiero recuperar en palabras todo aquello que habita en mí desde siempre, de mi edad de miradas detenidas en, por ejemplo, aquel árbol de nísperos sobre el tejado de la carpintería; sus frutos dulces y jugosos, sus huesitos coleccionables, brillantes con y sin mi saliva de niño clavadísimo en digamos, también, el balde de madera con el agua serenada y adentro la luna, la luna que se deshacía una y otra vez a mis tres o cuatro años cuando una gota se escapaba de la llave.
Cubierto de sudor al mediodía, en este jueves que no llueve, que no es París ni mucho menos poema de Vallejo, pero que algo sí tiene de transparencia terrible, de vacío por lo que nadie soluciona, de tristeza a a pesar o con ayuda de esa hermosa música que se parece tanto a la luz, a las plantas iluminadas, a mi hermano que allá afuera maneja otros tramos de madera, al trabajo que nos hace olvidar los problemas de todos los días, dentro de un tiempo que es a pesar del concepto de trabajo, un juego, como un juego de nubes que miramos pasar, vigilamos con la mirada atenta aunque nos sintamos manchados de toda la fugacidad de sus sombras.
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