A las 4 de la mañana hay gente mirando, rodeando a un par de autobuses que van a partir hacia otra ciudad. Llovizna y bajo la llovizna la gente platica, acomoda cosas en las mochilas de los que viajan, van y vienen a los coches, miran la oscuridad de las ventanillas. La llovizna continúa y la gente parece que no se da cuenta que moja y que es de madrugada y que todos deberíamos de irnos a dormir. La calle, esta avenida sueña con dos o tres coches esporádicos, coches que quieren desgarran con su sonido la calma de la nocturnidad. Yo estoy sentado frente al volante de la camioneta, viendo y esperando a mi mujer que también está entre la gente que platica bajo la lluvia ¿qué tanto habla con otra señora a esta hora, de cómo han crecido sus hijos, del clima, de aprovechamiento escolar? No traigo libro alguno para hacer la espera menos, vamos a decirlo así, lastimosa. No traigo libreta ni pluma para escribir algo que pudiera ser un poema, un apunte, un pasatiempo. Quiero a esta hora estar, por supuesto, dormido, mientras la lluvia suena. No me queda más que recordar cosas que por el día pasaron o me ocurrieron. En la mañana, muy de mañana, el recuerdo de cuando vivíamos en el enorme cuarto de láminas y la lluvia caía y caía y era como estar bajo una lluvia seca donde el sonido suave o potente de las gotas me, nos, a mis hermanos y a mí, acurrucaban y era bueno, así se sentía, que la lluvia cayera de madrugada y la tibieza de las cobijas era mejor, era como una noche especial y lo era; era como dormir una noche dos veces, dos descansos en una sóla ocasión, soñar bajo el sonido notable de la lluvia al grado que cuando ya viví en un cuarto con losa de cemento en el techo la lluvia me pareció apagada, triste, sin importancia. En aquel cuarto la lluvia se volvía principal. No había goteras pero cuando caía una lluvia torrencial el sonido era todo, no se escuchaba ni la televisión a todo volumen y entonces nos dedicábamos a quehaceres varios: desde el simple recostarse (si era de día) a escuchar la lluvia, o se ponía alguien a leer o a “arreglar sus cosas”. Como cuando a veces la luz se va y no hay tele ni computadora ni música ni enchufe alguno donde colgarse con nuestra vida tecnológica y entonces yo me ponía ( cuántas veces mis hermanos no se chingaron a soportarme) a tocar la guitarra y a berrear canciones que iban desde boleros, trova y otras inventadas, todo en la oscuridad pasajera de un apagón. O la otra opción era jugar a las sombras con la luz de alguna vela o ya de plano retomar eso que algunos románticos llaman conversación. Todo esto pensaba mientras la llovizna caía sobre gente mirando, esperando que esos camiones, como una especie de ballenas varadas, partieran por los mares de las carreteras hacia otras costas y yo no tenía papel alguno ni nada en que matar el tiempo y me decía, hace apenas un rato de eso, que ojalá escriba algo de todo eso, de todo aquello, que los escuincles que van a esa excursión se diviertan y que los choferes con sus corbatas de choferes manejen bien y la gente que espera bajo la llovizna se dirija a sus respectivas casas, habitaciones, camas, y se duerma por los menos unas cuantas horas más y despierte y desayune y haga lo que le toque hacer, entre esa gente esta mi esposa y yo, y ella que sigue hablando creo que con una maestra y yo ni en donde escribir nada, ni distraerme con algo salvo lo que desde donde estoy se ve en la calle: la parada de autobuses desierta, un número (69) pintado en una parte de su estructura que me remite por supuesto a sexo, a dos ganchitos, al yin y el yang, a dos peces. Un edificio con luces rojas que en el parabrisas se comienza a distorsionar porque la lluvia arrecia y de cuando en cuando enciendo los limpiaparabrisas para que el mundo no se desenfoque y yo tenga algo en que distrarme mientras mi mujer decide que es hora de irnos porque los autobuses no tienen pa cuándo y la llovizna, el acogedor frío nos espera, nos rodea, para seguir durmiendo, para prolongar la noche, los recuerdos, las ganas de escribir y sin tener con qué y cuando por fin la pluma y papel en la mano o la computadora, olvidarse del asunto, diluirse, porque así es cuando uno quiere escribir, como las luces rojas del edificio miradas a través del parabrisas que se sigue cubriendo de más lluvia y abandonar el barco de la escribidera, meterse a la cama con sueño pero a la vez con el rollo atorado de no haber escrito ese algo que tenía de comezón cuando se me viene escribir. Esa como mancha, como notas dispersas y que hacen más cama a mi cama, más madrugada a la madrugada, más lluvia a la lluvia que afuera no se detiene.
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