La deslumbrante claridad en los ojos del que no ha dormido, del que sin saberlo se está volviendo pedazos de muchas otras vidas y no sabe cuál es la buena, la que le toca, la que reconoce como verdadera. Pero todas lo son, cada fragmento se integra, se hace uno, centro donde resuena lo que parece atravesarlo: el sonido del violín y el arrullo del piano, las varias sonrisas recientes de gente que quiere; la insoportable levedad de los otros seres que parecen estar cayendo, yendo y regresando como olas en este alfabeto de cemento; las palabras cálidas contra el frío, los silencios frescos contra el calor, contra el infierno personal de algunos pensamientos, de algunas fechas llenas de monedas rancias; la locura (¿o cómo llamar a todo esto?) de lo que hacemos, de lo que dejamos de hacer; los afanes de tapar aunque sea con pintura las manchas en las paredes de nuestras vidas que se carcomen, se humedecen con lluvias y lágrimas y tiempo arruinado; las hojas puestas a secar en una charola como si fueran joyas, como si con amor se colocaran en ese lugar (y así pasó verdaderamente), o también, de este lado del sol, la emoción de haber encontrado un libro nuevo y el sacrificio de decidir comprarlo a costa de otras cosas que parecería las sacrificamos también; el aroma tenue de la piña llegando hasta donde estoy escribiendo; los manjares sencillos de la comida; los ruidos de la madrugada pensando que andaba un ratón entre el revistero y era una cucaracha, y luego nuestra risa, una risa que me parecía dentro de un sueño y ni modo matarla y filosofar ¿por dónde se metería esa pinche cucaracha? y pensar en fumigar y pensar también nunca escribiré nada referente a las cucarachas ni a los ratones ni a la política ni a las telenovelas ni a los hartazgos ni de todas esas cosas que vivimos y que oscurecemos, pero hoy no, hoy no se puede con esta deslumbrante claridad que entra en los ojos, esos que no son míos, del que no ha dormido.
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